Trabajos Artísticos

martes, 31 de agosto de 2010

La Arquitectura del Alma

YOLANDA PINTO, la arquitectura del alma




La vida es un permanente –y a veces incómodo– fluido de sensaciones. La vida es un espacio limitado en el acto, pero inconmensurable en su esencia. Le sigue siempre un pasado, una cultura encerrada que como una metástasis silenciosa la metamorfosea por dentro. Y esa Vida que no se ve, dentro de cada vida, es como un fantasma que habita en cada uno. En cada objeto, en cada rincón, en cada palabra, asoma agazapada una sensación implícita esperando a su presa para abordarla como un gato ronroneando, con el motor en marcha.

Yolanda Pinto (Cúcuta, Colombia – 1960) sabe que el alma cultural –la tradición, las creencias, la Fe...– todo lo salpica. César Vallejo lo sintetizó muy bien en un poema, Ya no vive nadie: “El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Que los muertos tienen mucho que decir y que los vivos aún no han aprendido a escucharles. Los de hoy, los que pueblan el mundo con casi total impunidad, se dejan arrastrar en lentitud, caminan sin verse, se mueven como autistas sociales en un medio desordenado, y viven su vida como si la Vida fuera una cámara herméticamente cerrada.

Por eso la pintora optó por plasmar en su obra el paisaje rural, las montañas, el estilo colonial de las casas blancas de adobe en la que se reflejaran sin pudor las sombras de los hombres. En su serie sobre los campos colombianos, Yolanda imitaba en el horizonte las curvaturas de los cuerpos orgánicos, como si un hombre y una mujer yacieran recostados detrás de los valles. Fragmentando la realidad visible, Yolanda reconfiguraba la arquitectura urbana y la arquitectura de las montañas, lo natural y lo humano, el presente y el pasado, en una nueva composición reunificadora y organicista.

En su obra, los límites entre fondo y figura se diluyen, la sensibilidad cobra su mayor protagonismo en la sinuosidad de las formas, cerrándose unas con otras, difuminándose con el contexto. Yolanda acomoda la mirada del espectador de manera particular en cada cuadro. Ningún color atrapa más la atención que otros, ninguna forma clama por encima del resto, ni la composición se convierte en una dictadura de la visión. La autora democratiza así el acto de mirar, enseña a ver sus pinturas desde el cuadro mismo. Pero sin pretender esa supuesta objetividad adornada de la Belleza intrínseca de las cosas, sino apelando a esa arquitectura cultural que impregna del estilo de quien la habita.

Fuertemente influida por las teorías constructivistas de Gardner, Bruner y Vigotsky, la pintora establece una íntima conexión entre el conocimiento y el entorno. De ahí que su uso del color sea tan consecuente con aquello que pinta: “El color es vida, vida, vida. Se me viene América, mi tierra, y otras veces se me agrisa”, declara clarificadora. No parte nunca de la premisa de un color según el paisaje pintado, sino que busca por el contrario encontrar los espacios en los que ubicar los primarios. Los ocres se mezclan con la carne, los azules con las sombras, los cálidos y amarillos con los rayos de sol que bañan las formas en tonos neutros.

Por su paleta la compararon con Cézanne, pero Pinto confesó no haber conocido la del francés hasta mucho después de exponer su propia obra. Yolanda no habla de influencias, tal vez sí de un don: en la atmósfera de sus lienzos –incluso en sus retratos–, Yolanda muestra de nuevo lo que ya antes habíamos visto. Uno hereda cualidades de todo cuanto fluye en el Universo, somos partes minúsculas de un complicado entramado compuesto de historia, cultura y sentimiento. “Somos tierra, somos barro”, somos un punto ínfimo de color en un cuadro infinito. Tiene Yolanda una reproducción de una foto en la que dos ancianas se alejan por un camino viejo, dos contritas parcas que profesan con su encogido andar una sutilísima cura de humildad borrándose en el derredor paisajístico que las envuelve. También aquel cielo rosado que añoraba de Colombia lo halló luego en Barcelona (donde hoy reside), un descubrimiento que le hizo pensar en el amplio espectro que nos brinda eternamente la Naturaleza. “Somos tan pequeños ante esa capacidad de asombro...”, admite Yolanda con la modestia de los sabios.

El arte nos dice más de lo que cuenta. Cada lienzo es, según la pintora, una mediación de lo que no vimos en la realidad –en nuestra realidad–. Un cuadro es una parcelización concreta de conocimiento, y el deber de todo artista es atrapar la esencia de las cosas. También en los retratos –ya sea de un perro listo, de una pareja joven, de una diosa de la abundancia, de una niña sin nombres– Yolanda pinta un extraño halo invisible que enmarca no la persona sino la personalidad de quien aparece, como capta el espíritu una pintura rupestre. La única voluntad para fidelizar la imagen es que el producto se le parezca a la autora, buscar algo de la mirada del Otro en uno mismo. Todo ese flujo que compartimos sin saberlo –esa luz universal que impele al artista con su fuerza creativa– nos conecta desde lo más profundo con la ancestralidad y el origen de Todo. Esa pasión reproductiva del arte pictórico es la misma multiplicidad de Seres en seres humanos.

Ahí radica pues el secreto de la organicidad de su pintura, en esa terapéutica búsqueda del yo mediante el acto de Crear. La gestación de un cuadro implica más que el cuadro acabado en sí; su resultado no es el fin, es el medio para realizarSe. No nos sorprende que música y pintura supongan un tándem indisoluble en su proceso de trabajo, abocado a una soledad introspectiva que no obstante huye del enclaustramiento autístico –el de los divos que actúan al margen de la sociedad que les rodea, que se mueven por la fama que les supura el ombligo–. Inquiere los ojos del Otro igual que la poesía de JR Jiménez en pos de la más fina pureza ajena al yo ensimismado, y así intuye a Dios en cada comunicación personal (en cada comunidad, en cada comunión) y en cada partícula, en cada caricia del viento, en cada rincón entre las sombras, en cada hoja, en cada piel, en cada piedra del camino.

El arte es en todo caso un exilio hacia fuera, desde dentro. “Si me siento desterrada es por los humanos, no por mi pintura”, comenta la autora. En ese refugio encuentra Yolanda la paz consigo misma, con el mundo entero, con lo vivido y lo porvenir. Y el espectador, quien contempla el cuadro, se resguarda con ella en el cobijo placentero de la carne hecha carne hecha arte, donde ver es vivir.




Iván Sánchez


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